Saturday, April 26, 2008

proSÁBADO 051




SAN JUAN, puerto Rico 8 de marso de 1947
Qerida bieja:

Como yo le desia antes de venirme, aqui las cosas me van vién. Desde que llegé enseguida incontré trabajo. Me pagan 8 pesos la semana y con eso bivo como don Pepe el alministradol de la central allá.

La ropa aqella que quedé de mandale, no la he podido compral pues quiero buscarla en una de las tiendas mejores. Digale a Petra que cuando valla por casa le boy a llevar un regalito al nene de ella.

Boy a ver si me saco un retrato un dia de estos para mandálselo a uste.

El otro dia vi a Felo el ijo de la comai María. El está travajando pero gana menos que yo.

Bueno recueldese de escrivirme y contarme todo lo que pasa por alla.

Su ijo que la qiere y le pide la bendision.

Juan
Después de firmar, dobló cuidadosamente el papel ajado y lleno de borrones y se lo guardó en el bolsillo de la camisa. Caminó hasta la estación de correos más próxima, y al llegar se echó la gorra raída sobre la frente y se acuclilló en el umbral de una de las puertas. Dobló la mano izquierda, fingiéndose manco, y extendió la derecha con la palma hacia arriba.

Cuando reunió los cuatro centavos necesarios, compró el sobre y el sello y despachó la carta.

La carta José Luis González [República Dominicana, 1926-1997]
http://www.mascuentos.com/mostrar-cuento.php?cuento=1080
http://www.mascuentos.com/mostrar-cuento.php?cuento=560
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/pr/gonzalez/jlg.htm
http://www.literatura.us/joseluis/ausente.html
http://www.proyectosalonhogar.com/escritores/JoseLGonzalez.htm
http://mquinadecoserpalabras.blogspot.com/2008/03/jos-luis-gonzlez.html
http://www.epdlp.com/escritor.php?id=3139
http://www.zonai.com/promociones/biografias/0301/gonzalez.asp

Contenido

Daniel Montoly En la corteza
Pilar Romano Por un rato más
Daniel Baruc Randy
Ángel Santiesteban Prats La Mula

En la corteza

Llegas para verme barriendo como un loco, los malos días que el tiempo deshizo con sus manos duras, pero nunca supimos tenernos el uno al otro, porque la risa del azar, se apoderó de nuestras bocas.

Somos dos expatriados. Tú con ese tenor de río, que desconoce cuántas piedras viven en su cuerpo, pero que se siente libre, aunque las lleve a perpetuidad en su cauce. Y yo, que nunca tuve destino, o al menos, jamás pensé llegar a este momento y ver, pájaros saliéndome por los ojos.

Mis manos. Tus manos suspendidas con ese olor a tierra arrasada por la lluvia, buscan los pequeños rastros de algún tesoro, pero ¿para qué te servirá la riqueza, si la aurora nació contigo? ¿Puedes tú escapar a ese nombre que te dieron las cosas? ¿Puedo yo reír, y recordar la infancia, sin que una lágrima rompa el equilibrio?

Veo que has venido. Pero la corteza del árbol ya no le teme a nuestros nombres. Tampoco a la navaja, que antes se sumergiera en ella. Ahora somos dos rostros bajo un mismo paraguas, sólo que la lluvia, aún no llega a preguntarle al cielo por la humedad a nuestras sombras.

© Daniel Montoly

Por un rato más

Cuando era chica, Catalina podía hablar. Se quedó muda después de haber pasado aquella noche bajo el árbol de hojas casi moradas, el que tenía la sombra asustada, según su madre. Se había refugiado allí después de escaparse de la vieja casa, en medio de aquel paraje que llevaba el nombre de un santo milagrero que seguramente nunca pasó por ese lugar.

Se había sentido aterrada mientras esperaba que Eulalia, su madre, volviera del hospital con su hermano Rogelio.

Por algo su mamá no quería que la dejaran sola en la casa, mil veces se lo había recomendado a Rogelio, recordaba Catalina. Sola quería decir sin que estuvieran su madre o él. Julián no era de la familia; Eulalia lo había dejado vivir con ellos y dormir con ella, pero no era de la familia. Y nunca había querido enseñarle a Catalina a tallar madera. “Las mujeres tienen que usar el cuchillo para cortar carne y verduras en la cocina”, decía. A su hermano sí le prestaba el cuchillo y le enseñaba a hacer máscaras y algo parecido a estatuas. Y cuando Rogelio desobedeció y la dejó sola con Julián, ella se acercó al hombre, casi contenta, pensando que esa tarde sí le enseñaría. Pero fue otra cosa lo que le enseñó y después Catalina lloró y se quedó con ganas de ponerse una máscara todo el tiempo, para que nadie supiera quién era.

Por eso, al día siguiente, para castigar a Rogelio por haberla abandonado aunque fuera por un rato y para demostrar que las mujeres podían usar el cuchillo igual que los hombres, al quedar sola con su hermano había tomado el de Julián mientras el muchacho estaba parado sobre la banqueta para alcanzar algo en un estante, y casi sin pensar le dio un golpe con el filo sobre el pie descalzo. Dos dedos le cortó. La madre no tardó en volver y salió corriendo con Rogelio hacia el hospital, pero quedaron las gotas de sangre sobre la banqueta y el piso y hasta en la pared y a Catalina la sacudió el terror. No pudo seguir en ese lugar y huyó hacia aquel árbol cuya sombra nadie quería. Al menos su madre siempre dijo que por nada del mundo había que refugiarse allí.

Recién al día siguiente fueron a buscarla, pero Catalina ya no podía hablar. No pudo hablar nunca más. Quizá fue por eso que la madre se murió a los pocos años y quedaron solos ella y su hermano.

Bastante bien caminaba Rogelio, a pesar de la falta de los dos dedos, pero Catalina se consagró a atenderlo. Y a obedecerlo en todo. Pensaba que así podría suavizar el recuerdo de lo que había hecho.

Esta es la única talla que nos queda. No se la des a nadie, ni por plata. La necesito para otra cosa ,¿entendiste?, le había dicho su hermano, en tono serio, incuestionable.

Esa tarde, un poco antes de las seis, todavía con buena luz porque es verano, llega a la casa solitaria un automóvil del que baja un hombre de buen porte, de ojos claros, vestido a la manera de los exploradores. Catalina está sola —la recomendación materna había dejado de tener vigencia— pero no siente temor. Lo mira acercarse y piensa que es uno de los que llegan para comprar las cosas que fabrica su hermano. Justo en este momento en que él no está, piensa. Y recuerda su recomendación de no vender las tallas. Pero la recuerda tan sólo un momento: se le olvida cuando el recién llegado la saluda sonriendo, inclinándose como si ella fuera una gran dama. ¡Cuánto hacía que un hombre no le sonreía ni le tomaba la mano! se miente, porque nunca un hombre la saludó de esa manera. Por suerte se ha peinado con las trenzas cruzadas hacia arriba, bordeando la frente, como si fueran una corona. Un temblor desconocido la recorre cuando el visitante le rodea el hombro con su brazo y le hace señas, como preguntando si ella puede oír. Asiente con la cabeza enfáticamente y se acomoda las trenzas que se han movido con el sacudón del gesto. La vieja tortuga cruza cansinamente el piso de ladrillos buscando su sitio de dormir y a Catalina le parece que al pasar junto a ella le dice “este hombre no debería estar aquí”.

Pero el hombre está y le dice a Catalina, sin dejar de sonreír, que quiere comprar la talla que está sobre el estante, que puede pagar buena plata, que le ponga precio. El precio es, para la muchacha, desobedecer al hermano. Siente de pronto que puede pagarlo, que bien lo vale el halagar al visitante y no tener que recurrir a gestos que le desacomoden las trenzas. No puede decirle que no: el hombre se iría de inmediato y nadie volvería a sonreírle en años. O nunca más. Si ella accede a vender la talla, quizá le ofrezca después al hombre una taza de mate cocido o un vaso de vino y podrán beber juntos mientras cae la tarde.

Catalina se llena de algo que no sabe cómo se llama y piensa que si vuelve Rogelio y le corta los dedos de un pie, no importa.

© Pilar Romano

Randy

Randy vio que bajaban el ataúd de su jefe a la honda fosa y le entraron unas incontrolables ganas de reír. Contuvo la respiración, apretó el estómago, se mordió los labios casi hasta sacarse sangre y finalmente buscó la razón para no soltar una estruendosa carcajada en los rostros compungidos y en las lágrimas copiosas que dejaban escapar, más allá de las hermosas coronas funerarias, la viuda y las tres huérfanas del difunto.

—Usted nunca va a ser nada en la vida, Randy.

—Sí patroncito.

—Si patroncito qué…

—Que usted tiene razón, que nunca seré nada en la vida.

—Me alegra que lo reconozcas, muchacho.

—Sí, patroncito, si usted quiere lo reconozco.

—Créame, odio a la gente que no reconoce su realidad.

.—¿Y qué es la realidad, patrón?

—Lo que es; mejor dicho, lo que uno es o no es en la vida.

—¡Ah…!

—Por ejemplo usted; desde el primer día que le vi entrar por esa puerta, supe que usted nunca sería nada en la vida. Y ya ve que no me equivoqué. Ya tiene más de 35 años en esta oficina y no ha podido pasar de velador.

—No patrón…

—¿Y sabe por qué Randy?

—No, señor…

—Porque el que nace pa maceta no pasa del corredor, Randy; usted no sería capaz de distinguir ni siquiera a la muerte aunque la tuviera de frente.

Pero sí había podido. Vio venirse abajo el andamio y pensó que los travesaños con sus puntas filosas serían como estiletes en la carne disponible, y con un movimiento teatral dejó el camino franco a su jefe, que se apresuró a pasar acaso pensando que los hombres como él merecían ir siempre adelante. No faltaba más.

Y una de las varillas lo atravesó como a pez arponeado.

En ese momento supo Randy que su jefe estaba equivocado respecto a él. Por eso tenía deseos de reír. Reír con una risa grande, como cuando era niño, como hacía tiempo que no se reía, como si no tuviera artritis, ni le estuviera fastidiando la próstata, ni debiendo un mes de renta se hubiera quedado sin trabajo. Y lo hizo, se rió hasta orinarse en los pantalones.

Su estruendosa carcajada hizo salir despavoridas a las palomas que se guarecían del sol en los techos de las bóvedas cercanas.

© Daniel Baruc

La Mula

Trabaja en la enfermería y le dicen La Mula porque carga las medicinas y todo lo que se mueve lícita e ilícitamente en el penal. A veces un mandante sale en auxilio de algún paisano que se encuentra en otra galera, y utiliza a La Mula para enviar un angular afilado que limpie honores o prevenga ataques enemigos. Además, mueve las ventas de comida, ropa, cigarros y jabones. Se le puede pedir un repuesto de bolígrafo, sobre, papel de carta, aguja, pastillas Parkinsonil. Alguna que otra vez lo mandan a repartir excremento dentro de un nylon como ofensa o advertencia. Todo lo resuelve un mago.

El elegido como mula es casi siempre un infeliz, alguien que no tiene valor para enfrentarse a otro preso. En ocasiones te preguntas por qué una persona insignificante y débil es tan respetada. Contradictoriamente, tiene en sus manos tu suerte y tu vida: una demora de varios minutos o un aviso no entregado puede cambiarlo todo. Él juega con el destino, a veces lo decide, y nunca se sabe cuándo te puede salvar o hundir.

© Ángel Santiesteban Prats
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mediaislaproSÁBADO 051 26 de abril de 2008.-

Saturday, March 29, 2008

proSÁBADO 050



NO TENÍAN CARA, chorreados, comidos por la oscuridad. Nada más que sus dos siluetas vagamente humanas, los dos cuerpos reabsorbidos en sus sombras. Iguales y sin embargo tan distintos. Inerte el uno, viajando a ras del suelo con la pasividad de la inocencia o de la indiferencia más absoluta. Encorvado el otro, jadeante por el esfuerzo de arrastrarlo entre la maleza y los desperdicios. Se detenía a ratos a tomar aliento. Luego recomenzaba doblando aún más el espinazo sobre su carga. El olor del agua estancada del Riachuelo debía estar en todas partes, ahora más con la fetidez dulzarrona del baldío hediendo a herrumbre, a excrementos de animales, ese olor pastoso por la amenaza de mal tiempo que el hombre manoteaba de tanto en tanto para despegárselo de la cara. Varillitas de vidrio o de metal entrechocaban entre los yuyos, aunque de seguro ninguno de los dos oiría ese cantito isócrono, fantasmal. Tampoco el apagado rumor de la ciudad que allí parecía trepidar bajo tierra. Y el que arrastraba, sólo tal vez ese ruido blando y sordo del cuerpo al rebotar sobre el terreno, el siseo de restos de papeles o el opaco golpe de los zapatos contra las latas y cascotes. A veces el hombro del otro se enganchaba en las matas duras o en alguna piedra. Lo destrababa entonces a tirones, mascullando alguna furiosa interjección o haciendo a cada forcejeo el ha… neumático de los estibadores al levantar la carga rebelde al hombreo. Era evidente que le resultaba cada vez más pesado. No sólo por esa resistencia pasiva que se le empacaba de vez en cuando en los obstáculos. Acaso también por el propio miedo, la repugnancia o el apuro que le iría comiendo las fuerzas, empujándolo a terminar cuanto antes.

Al principio lo arrastró de los brazos. De no estar la noche tan cerrada se hubiera podido ver los dos pares de manos entrelazadas, negativo de un salvamento al revés. Cuando el cuerpo volvió a engancharse, agarró las dos piernas y empezó a remolcarlo dándole la espalda, muy inclinado hacia delante, estribando fuerte en los hoyos. La cabeza del otro fue dando tumbos alegres, al parecer encantada del cambio. Los faros de un auto en una curva desparramaron de pronto una claridad que llegó en oleadas sobre los montículos de basura, sobre los yuyos, sobre los desniveles del terreno. El que estiraba se tendió junto al otro. Por un instante, bajo esa pálida pincelada, tuvieron algo de cara, lívida, asustada la una, llena de tierra la otra, mirando hacer impasible. La oscuridad volvió a tragarlas enseguida.

Se levantó y siguió halándolo otro poco, pero ya habían llegado a un sitio donde la maleza era más alta. Lo acomodó como pudo, lo arropó con basura, ramas secas, cascotes. Parecía de improviso querer protegerlo de ese olor que llenaba el baldío o de la lluvia que no tardaría en caer. Se detuvo, se pasó el brazo por la frente regada de sudor, escarró y escupió con rabia. Entonces escuchó ese vagido que lo sobresaltó. Subía débil y sofocado del yuyal, como si el otro hubiera comenzado a quejarse con lloro de recién nacido bajo su túmulo de basura.

Iba a huir, pero se contuvo encandilado por el fogonazo de fotografía de un relámpago que arrancó también de la oscuridad del bloque metálico del puente, mostrándole lo poco que había andado. Ladeó la cabeza, vencido. Se arrodilló y acercó husmeando casi ese vagido tenue, estrangulado, insistente. Cerca del montón había un bulto blanquecino. El hombre quedó un largo rato sin saber qué hacer. Se levantó para irse, dio unos pasos tambaleando, pero no pudo avanzar. Ahora el vagido tironeaba de él. Regresó poco a poco, a tientas, jadeante. Volvió a arrodillarse titubeando todavía. Después tendió la mano. El papel de envoltorio crujió. Entre las hojas del diario se debatía una formita humana. El hombre la tomó en sus brazos. Su gesto fue torpe y desmemoriado, el gesto de alguien que no sabe lo que hace pero que de todos modos no puede dejar de hacerlo. Se incorporó lentamente como asqueado de una repentina ternura semejante al más extremo desamparo, y quitándose el saco arropó con él a la criatura húmeda y lloriqueante.

Cada vez más rápido, corriendo casi, se alejó del yuyal con el vagido y desapareció en la oscuridad.

El baldío / Augusto Roa Bastos [Paraguay, 1917-2005]
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/roa/excava.htm
http://www.elortiba.org/roabastos.html
http://www.elpelao.com/letras/2739.html
http://www.epdlp.com/escritor.php?id=2217
http://cvc.cervantes.es/ACTCULT/roa/
http://www.geocities.com/macondomorel/roabastos2.html
http://www.romanistik.uni-mainz.de/hisp/roa/La_realidad_superada.htm
http://news.bbc.co.uk/hi/spanish/misc/newsid_4489000/4489387.stm
http://www.unameseca.com/Biblioteca/Veladas/2005/roaBastos/roaBastosResena.pdf
http://www.youtube.com/watch?v=8EBjT9ltCNk
http://www.youtube.com/watch?v=re6dbV6HbMY&feature=related
http://www4.loscuentos.net/cuentos/link/534/53439/print/

Contenido
Raúl Dorantes Función del mar
Sergio Borao Llop Cuando digo París
Minelys Sánchez La sombra entre mi sábana
Marcos Winocur Tía Eutanasia juega a la lotería: si pierde, gana; si gana, pierde
Manuel Llibre Otero Exactitud

Función del mar

Estamos en un barco y vamos rumbo a los arrecifes. Queremos bucear. Unos nomás miran el azul. Acá, otros revisan cada parte del equipo. ¿Están atadas las mangueras? ¿Hay suficiente aire en los tanques? ¿Funcionan los indicadores? Sí, todo sí. El barco ya va deteniéndose sobre el arrecife mayor.

En la cubierta tenemos que mojar el traje para que pueda entrar a nuestro cuerpo, hazaña que no es fácil. Cada quien recoge sus aletas y su visor. Cada quien se pone un regulador. Y cada quien camina hasta instalarse en el límite de la popa. Ya está: detrás de los cristales nos miramos. Y no al saltar, sino en el momento mismo de tocar el agua descubro que no hay nadie más. Suelto un poco de aire y empiezo a hundirme. Si miro hacia arriba es sólo para comprobar que la superficie se va quedando atrás. No hay olas ni viento. El mundo no me existe.

Miro el indicador. Ya puedo ver que el arrecife sube hacia mí. Dejo salir un poco de aire para que el arrecife suba más despacio. El fondo también viene hacia mí. Pongo aire para quedarme sin movimiento, en la ingravidez del mar. No puedo sentirme las dos mangueras, no puedo sentirme el visor ni las aletas. Soy libre. Empiezo a nadar, pero sin usar piernas ni brazos. Puedo ir hacia cualquier rumbo si así lo quiere mi respiración. Inhalo para subir, exhalo para bajar. O viceversa. Todo puede ser viceversa. Miro los peces, las burbujas, los corales. No hay tesoros de naufragios en el fondo. Pero tal vez me tope con tritones y sirenas. Les echo un ojo azul a las mantarayas, otro negro a los tiburones. Más allá me cruzan los calamares y sus nostalgias. Acabo de saber que de aquí vengo. Me soy agua antes que respiración.

Pero el indicador de pronto insiste que vaya a la superficie. Están los números diciendo “ven, sal, te estamos esperando”.

Ahí es que aparece la melancolía. Suelto el aire mientras me muevo en círculos, y entre más asciendo más me invade una cosa como llanto. A veinte pies de la superficie, me detengo. Aquí ya existen los minutos, los segundos. Miro arriba y empiezo a nadar hacia la luz. Se va sintiendo lo agitado del oleaje, todo allá arriba es alboroto. Pienso en Cristo: qué triste se ha de haber sentido al tercer día... ¿De dónde me llegó ese pensamiento? Busco una respuesta, y me sorprende el ras del agua. Bien, aquí aparezco, buenas tardes, señores, qué les cuento. En el barco, el nosotros ya me aclama. Agarro la escalera, alguien me ayuda con los tanques y las aletas. Mientras trepo, voy sintiendo el retorno de mi peso. Camino torpemente de un lado a otro de la cubierta. Pongo una mano sobre la borda y me pregunto: ¿será éste el nacimiento?

© Raúl Dorantes

Cuando digo París

Cuando digo París no estoy hablando de las fotos que duermen en los álbumes del sótano, aunque tras las persianas del recuerdo naveguen los colores de la noche como cristales que lentamente se van deshilachando sobre un cojín de nostalgia bordado con caricias y notas musicales.

Cuando digo París no hablo de pasos misteriosos y prófugos resonando a una orilla de la calle, ni de la sombra añil que deja una lágrima rodante, ni del labio-trasluz detenido en el tiempo por el furtivo impacto de unos besos cuyos ecos van rebotando y multiplicando su reflejo por todas las esquinas en penumbra.

(Sé que cuando tú dices París es la voz de una melodía no inventada, es el empedrado irregular y las riberas del Sena, es el amanecer en plena noche y la risa, la colosal estatura de los edificios, la insólita música de las piedras, la fuente helada de Versalles, la verificación de un sueño...)

Pero si yo digo París te estoy nombrando. Cuando digo París hablo de ti y de los puentes, sobre todo de ti y de los puentes y de una isla, y en esa isla unos pies parados en el infinito, allí parados y mirando eternamente hacia la mole indescriptible, hacia las torres que esperan, hacia la inmensa soledad de un reloj que nunca se detiene.

© Sergio Borao Llop

La sombra entre mis sábanas

Tropecé con su mirada esta mañana y quise morir de vergüenza. Me sentía asquerosamente culpable. No podía mirarlo, no. Hacía tanto tiempo que me vigilaba. Se paraba frente a mi cama todas las noches. Pero mamá y Lorenzo, juraban que era sólo el producto de mi miedo. Cierto. Siempre me asustaba la oscuridad y me aterraba que mi madre se alejara.

Ayer noche, desde que mamá salió la sombra se metió entre mi sábana. Se tendió a mi lado y metió una mano entre mi ropa íntima. Su dedo gordo y caliente se deslizó en mis partes. Un calor placentero me invadió toda y me ablandé como Spaguetti. –¿Te gusta?-, me susurró al oído y su respiración fogosa me abrió la carne y me endureció los senos recién nacidos. –Sí-, contesté temblando.


Apoyó un hierro duro y ardiente en mi trasero y lo rozaba con la misma velocidad con que el dedo agitado iba y venía más y más hasta que roncó como si le clavaran una puñalada y se dejó caer sobre mí, medio muerto.

La sombra partió en silencio. Y yo quede ahí. Confundida. Mojada. Y nunca más he podido mirar al tío Lorenzo.

© Minelys Sánchez

Tía Eutanasia juega a la lotería: si pierde, gana; si gana, pierde

Mi querida tía Eutanasia, hay que reconocerlo, era una persona negativa. Apartada de todos, su vida giraba en torno al juego de la lotería. Pero no aceptaba correr los riesgos propios del azar. Entonces ideó no comprar billetes pero anotar el número. A ése, le jugaba a perder. Tía Eutanasia, después del sorteo, consultaba con ansiedad la lista de premios, muy contenta de no haberse sacado ninguno. ¡Hoy me gané los tantos y tantos pesos que he jugado a no ganar! -exclamó una y otra vez.

En una palabra, al perder, ganaba; al ganar, perdía. Pero la suerte acabó jugándole la mala pasada que era de temerse: el número elegido ¡resultó con el premio mayor!

Fue con cianuro el -¡ay!- último acto negativo de mi querida tía Eutanasia.

© Marcos Winocur

Exactitud

Gran genio de la ingeniería de su tiempo, apenas terminando un palacio, se embarcaba en la construcción del próximo, pues su sabio Sultán le había revelado que cuando se cumple un deseo, entra la muerte, si no se plantea el reto de consumar otro. Era viudo, estaba endeudado y su salud empeoraba, seguía erigiendo palacios en busca de cambiar su suerte, sin entender que los proverbios para sultanes no funcionan para los ingenieros.

© Manuel Llibre Otero
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mediaIslaproSABADO 050 29 de marzo 2008.-

Saturday, February 23, 2008

proSÁBADO 049


EN AQUELLA CIUDAD todo era perfecto y pequeño: las casas, los muebles, los útiles de trabajo, las tiendas, los jardines. Traté de averiguar qué raza tan evolucionada de pigmeos la habitaban. Un niño ojeroso me dio el informe:

“Somos los que trabajamos: nuestros padres, un poco por egoísmo, otro poco por darnos el gusto implantaron esta manera de vivir económica y agradable. Mientras ellos están sentados en sus casas, jugando a la baraja, tocando música, leyendo o conversando, amando, odiando (pues son apasionados), nosotros jugamos a edificar, a limpiar, a hacer trabajos de carpintería, a cosechar, a vender. Nuestros instrumentos de trabajo son de un tamaño proporcionado al nuestro. Con sorprendente facilidad cumplimos las obligaciones cotidianas. Debo confesar que al principio algunos animales, en especial los amaestrados, no nos respetaban, porque sabían que éramos niños. Pero paulatinamente, con algunos engaños, nos respetaron. Los trabajos que hacemos no son difíciles: son fatigosos. A menudo sudamos como caballos lanzados en una carrera. A veces nos arrojamos al suelo y no queremos seguir jugando (comemos pasto o terroncitos de tierra o nos contentamos con lamer las baldosas), pero ese capricho dura un instante, “lo que dura una tormenta de verano”, como dice mi prima. Es claro que no todo es ventaja para nuestros padres. Ellos también tienen algunos inconvenientes; por ejemplo: deben entrar en sus casas agachándose, casi en cuclillas, porque las puertas y las habitaciones son diminutas. La palabra diminuta está siempre en sus labios. La cantidad de alimentos que consigue, según las quejas de mis tías, que son glotonas, es reducidísima. Las jarras y los vasos en que toman agua no los satisfacen y tal vez esto explica que haya habido últimamente tantos robos de baldes y otras quincallas. La ropa les queda ajustada, pues nuestras máquinas no sirven ni servirán para hacerlas en medidas tan grandes. La mayoría, que no dispone de varias camas, duermen encogidos. De noche tiritan de frío si no se cubren con una enormidad de colcha que, de acuerdo con las palabras de mi pobre padre, parecen más bien pañuelos. Actualmente mucha gente protesta por las tortas de boda que nadie prueba por cortesía; por las pelucas que no tapan las calvicies más moderadas; por las jaulas donde entran sólo picaflores embalsamados. Sospecho que para demostrar su malevolencia esa misma gente no concurre casi nunca a nuestras ceremonias ni a nuestras representaciones teatrales o cinematográficas. Debo decir que no caben en las butacas y que la idea de sentarse en el suelo, en un lugar público, los horroriza. Sin embargo, algunas personas de estatura mediocre, inescrupulosas (cada día hay más), ocupan nuestros lugares, sin que lo advirtamos. Somos confiados pero no distraídos. Hemos tardado mucho en descubrir a los impostores. Las personas grandes, cuando son pequeñas, muy pequeñas, se parecen a nosotros, se entiende, cuando estamos cansados: tienen líneas en la cara, hinchazones bajo los ojos, hablan de un modo vago, mezclando varios idiomas. Un día me confundieron con una de esas criaturas: no quiero recordarlo. Ahora descubrimos con más facilidad a los impostores. Nos hemos puesto en guardia, para echarlos de nuestro círculo. Somos felices. Creo que somos felices.

“Nos abruman, es cierto, algunas inquietudes: corre el rumor de que por culpa nuestra la gente no alcanza, cuando es adulta, las proporciones normales, vale decir, las proporciones desorbitadas que los caracteriza. Algunos tienen la estatura de un niño de diez años; otros, más afortunados, la de un niño de siete años. Pretenden ser niños y no saben que cualquiera no lo es por una mera diferencia de centímetros. Nosotros, en cambio, según las estadísticas, disminuimos de estatura sin debilitarnos, sin dejar de ser lo que somos, sin pretender engañar a nadie.

“Esto nos halaga, pero también nos inquieta. Mi hermano ya me dijo que sus herramientas de carpintería le pesan. Una amiga me dijo que su aguja de bordar le parece grande como una espada. Yo mismo encuentro cierta dificultad en manejar el hacha.

“No nos preocupa tanto el peligro de que nuestros padres ocupen el lugar que nos han concedido, cosa que nunca les permitiremos, pues antes de entregárselas, romperemos nuestras máquinas, destruiremos las usinas eléctricas y las instalaciones de agua corriente; nos preocupa la posteridad, el provenir de la raza.

“Es verdad que algunos, entre nosotros, afirman que al reducirnos, a lo largo del tiempo, nuestra visión del mundo será más íntima y más humana”.

La raza inextinguible / Silvina Ocampo [Argentina, 1903-1994]
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/subnotas/2964-485-2006-04-30.html
http://www.tyhturismo.com/data/destinos/argentina/literatura/escritores/Ocampo/Anillo_de_humo.html http://www.tyhturismo.com/data/destinos/argentina/literatura/escritores/Ocampo/Informe.html
http://www.tyhturismo.com/data/destinos/argentina/literatura/escritores/Ocampo/El_Mal.html
http://www.isabelmonzon.com.ar/silvinaocampo.htm
http://elrincondetheodoro.wordpress.com/2007/04/30/las-fotografias-cuento-de-silvina-ocampo/
http://www.lanacion.com.ar/Archivo/nota.asp?nota_id=508832&origen=acumulado&acumulado_id=
http://lahojadepapelo7-cuentos.blogspot.com/2007/08/cuentos.html
http://elciberperiodico.mforos.com/150159/3753674-mimoso-cuento-de-silvina-ocampo/
http://www.epdlp.com/escritor.php?id=2095
http://www.lanacion.com.ar/herramientas/printfriendly/printfriendly.asp?nota_id=676245
http://www.bibliotecasvirtuales.com/biblioteca/Narrativa/Ocampo/Anillodehumo.asp
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-2558-2005-10-09.html
http://www.bibliotecasvirtuales.com/biblioteca/narrativa/Ocampo/index.asp
http://redescolar.ilce.edu.mx/redescolar/memorias/paquetecuento/ocampo.htm
http://www.eldigoras.com/eom/2002/tierra08mlz08.htm
http://www.clarin.com/diario/2006/06/10/sociedad/s-05601.htm
http://lamaquinadeltiempo.com/Castillo/furia.htmhttp://www.7calderosmagicos.com.ar/Sala%20de%20Lectura/UNR/balbi.htm
http://www.escritorasypensadoras.com/fichatecnica.php/45
http://www.apiedepagina.net/Silvina%20Ocampo%20La%20furia.htm
http://www.clarin.com/suplementos/cultura/2003/07/19/u-00211.htm
http://publicaciones.ua.es/filespubli/pdf/02125889RD11508933.pdf
http://www.lacantonal.com.ar/Talleres/Oralidad/Silvina%20oculta.htm

Contenido

Fanny G Jaretón Hilvanes
Aldo Bercellino Narciso
Fernando Valerio-Holguín Coup de Lapin
Aurora Arias Fin de mundo

Hilvanes

Voy a coserte en punto cruz tus ojos para hacer de esta religión el pecado más desvergonzado, así de esta manera no sabrás quién soy, adivíname adivinador de acertijos ininteligibles, excluyentes solo para inteligentes en veredas intransitablemente lejanas; aquí la tienes, la costurerita que dio el mal paso y se calló o cayó sobre el silencio timorato de tus labios que se asoman al mundo sorprendidos. Voy en definitiva apurando a esta definitiva sensación impostergable para violarte en dulce sueño, desprenderé a tirones tus principios y finales, te desempolvaré de los años que por pesados no te permiten animarte a la vorágine de tus deseos. Y estas allí, te veo con el temblor donde el graffiti que pegaste de punta a punta de mi calle te anuncia como el mejor de mis amantes ingratos, virtualmente ingrato. Me sorprendes en esta licuadora de emociones y con este ojo interrogativo pregunto por qué te escondés si no tenés motivos para hacerlo, si no has rozado mi piel con tus codicias. Si yo me escondo, si tú te escondes, si nosotros dos nos escondemos quién cantará el piedra libre frente al paredón del amor clandestino en una noche plagada de lluvia en el oscuro rincón de la intimidad. Aquí con estas dos manos que nacieron para la guerra, es que declaro, te declaro mi amor, aquí donde la vibración suele ser la única garantía de las verdaderas comunicaciones llenas del fuego y el calor que funde sentimientos: tirito esta confesión por ti, aquí con las manos manchadas de amor es que cometo este asesinato sin sangre disparando las palabras directas al corazón. Me tomo de tu cuello, te abrazo con mi pierna y te planto el beso de las descarriadas, para que aprendas que conmigo las desviaciones no son evasiones sino que son la carretera exacta que va de mi boca a tu boca, de mi piel a tu ignorancia por saberme, del instinto que nos sacude hasta el extinto último suspiro que te dejo para aprehenderme y aprenderte por encima de la barricadas, saltando las trincheras de tu cuerpo a la bayoneta calada de tu fuerza. Intrigante, hostigadora y ¿qué más? Deseada. Dame todos los adjetivos que me conviertan en la mujer maldita, en la mujer deshonra, en la mujer puta que se limpia la boca en los secretos inconfesables de los hombres beso a verso, cuerpo a cuerpo, porque es así como me llamas en silencio, en cada noche donde me he convertido en tu pesadilla, en la curva tremenda de esta carretera de lo prohibido, en tus noches donde tus manos muerden las sábanas ajustando mi nombre hasta el ahogo del grito, del espasmo que te inunda y se desboca en el fluido caliente de tu cuerpo, como si volvieras a ser aquel adolescente inquieto y bullicioso de pasiones incontroladas de poluciones nocturnas.

Ahora sea el turno de los alfileres, clavo en tus ojos, en tu corazón, en tus extremidades, en tu sexo con cariño, quiero que seas mi fetiche, voy a apoderarme de vos a cualquier precio, peligroso jinete el elegido, me quedaré dormida entre tus brazos, te pediré descanso sin sosiego.

Juguemos, si tanto te gusta, juguemos a encontrar esa aguja en el pajar, vení tiráme sobre la alcoba donde comen los caballos, hacéme relinchar como una yegua, quiero morder el pasto cuando el dolor duela si es que el dolor preside tanta dicha, de revolver mi cuerpo entre tus manos, quiero ser la coz que se ajuste a tu reflejo salvaje, vení, vení, hacéme gritar lo que Baudelaire formuló como nadie <> cuando la vida invade, la plenitud del acto que sublima, que rompe los cordones que nos atan, que bebe del veneno del engaño. Vení no me dejes hecha jirones, hilvanáme con la saliva de tu gozo en el rincón más secreto del cuerpo, coséme despacio muy despacio con tu bendita presencia, zurcíme los senos a tus latidos, remendáme con descaro tus inclinaciones, hacéme el tapiz de tus sueños para exhibirme airoso en el lugar más importante de la sala, frente a tus amigos para que sientan la envidia de tenerme, aquellos fantasmas de este amor secreto que no te da descanso, del amor que te llena, que te invade, que te sube despacio, que te inunda y febril te rodea y te posee hasta que caes rendido pidiendo a gritos abrigarte con la misma muerte, tantas veces por nosotros ensayada en el orgasmo donde a tajo desgarramos el vientre de la noche para llovernos y parirnos eternidad.

© Fanny G Jaretón

Narciso
Sé tú mismo, me dicen. Qué gracioso, como si se pudiera ser otra cosa...
Yo quería verme, desde todos los ángulos, saber que estaba en algún lugar, y pensé que de la suma de ficciones algo saldría; un promedio de lo posible como para al menos no tener por cierta la sospecha de una existencia usurpada por cinco mil novecientas noventainueve millones novecientas noventainueve mil novecientas noventainueve personas, como mínimo, algunas de las cuales eran conocidos.

De vez en cuando alguien me nombró y me pareció estar cerca de la conclusión del proyecto; otras veces me tocaron, algunos me dieron color, textura y un cuerpo que, aunque no era el mío, me sostuvo durante un tiempo con cierta incomodidad que la costumbre tornó convencionalmente identitaria. Resignado y en estado de espera me dejé disfrazar: me pusieron piel, unos pocos huesos, sangre y sentimientos. No pude ni quise resistirme hasta tanto no estuviera cierto de que verdaderamente fuese un engaño ni tuviese alternativa que ofrecer o confrontar a lo que, sin punto de referencia propio, me parecía ajeno e injusto, pequeño u holgado según la hora del día o de la década. Ciertamente fui continuamente mejorable, sin dudas, pero en relación a una entelequia que por desconocida e indescriptible me impedía argumentar o reclamar.

De aquellos millones, cada uno me expropió una parcela, y, cínicos, solicitaron cosas que supuestamente había robado o me habían sido concedidas injustamente, y creo que por detrás se reían de la confusión, de que tuviera que considerar como milagro lo que me supo a condena. Uno se quedó con la esposa más querida y otro con la amante perfecta, otro tuvo talentos, los más, dinero y relajación en abundancia, o hijos bellos y una casa transparente con techo; de dos pisos.
No me quejo: tuve sonrisas y semillas y una alforja llena de daños. Quise que yo me viera, quise no desaparecer y puse una escalera desde donde vigilarme o admirarme, según la amplitud o la menudencia del ánimo en vigencia. Y ahí me veía pasar, pero no sabía qué decirme y el atalaya se hizo panóptico autoconmiserable cuando la pequeñez, afectuoso cuando la holgura: Fui mi padre, mi madre y mis hijos. Fui mi policía y mi perdón. Como creador, me dejé bastante que desear, debo decirlo, y fui poco ambicioso, si no desatinado. En otras palabras, fui perfecto.

Tanto que, como tanto me han robado y todos son todo lo que soy pero no pude ser, cuando me vaya, conmigo se irán esos ladrones.
© Aldo Vercellino

Coup de Lapin

En toda historia siempre hay una mujer. En ésta, hay una mujer mitad ficción, mitad animal de espejo que finge sus orgasmos las madrugadas del sábado. La mujer está desnuda, arrodillada en la cama, de espaldas a ti. Te le acercas despacio. Primero, le levantas el pelo y le besas la nuca. Sientes que se estremece. Después, recorres con tu lengua el canalito de la espalda de arriba a abajo. Arrodillado, te colocas detrás de ella y comienzas a introducirle despacio una verga de hierro candente que se va abriendo paso por la vulva hinchada de placer.

Bruscamente te dejas caer de espalda hacia atrás. Entonces, la mujer vuelve el rostro, te mira tiernamente con sus ojos rosados y te sonríe con la pequeña hendidura de su labio leporino.

© Fernando Valerio-Holguín

Fin de mundo

Desayuno con Pierre Cardin, dispuesto a trasladar su atelier, porque un viejo satélite ruso se acerca vertiginosamente a París. Abro la puerta de mi casa y noto que he recibido una tarjeta de invitación para la interesante charla: “El Anticristo: ¿ya está entre nosotros?”. Salgo, y mi vecina me comenta que mañana habrá un eclipse, el último del milenio, “y es posible que hasta se acabe el mundo”. Llego a la oficina y mi madre me llama desde Nueva York para advertirme que compre mucho conflé, pues pronto comenzarán tres días de oscuridad, “pero sobre todo, mi hijo, consíguete dos o tres cajas de velas, que sean benditas, porque si no, no prenden”. Almuerzo en un restaurante, y un par de telépatas ambulantes se acercan a mi mesa gritando: “¡Concéntrese profesor!”, “¡Estoy concentrado!”, “¿Qué clase de futuro le espera a este caballero?”, “¡Incierto!”. Esa tarde, en la sala de espera de mi dentista, escucho sin querer una conversación acerca de una Gran Cuadratura Astrológica. ¿Qué significa eso?, pregunto por curiosidad. Que lo que viene mañana es tan grande que ni los televisores van a funcionar.

De regreso a casa, un tipo parado en la esquina me agrede con un altoparlante: ¡Arrepiéntase que Cristo viene! Enciendo el televisor mientras ceno, y me topo con las profecías de Nostradamus, según las cuales, se acerca una tercera guerra mundial. Apago el televisor, y perdido el apetito, me siento en la santa paz del inodoro, mientras hojeo el más reciente ejemplar de la revista Karma-9, cuyo artículo central se titula: “La inminente llegada del fin”. La cierro rápidamente y tomo la del mes pasado: ¿Por qué la Nasa oculta que existe vida en el planeta Marte? (¿Existe vida en Marte?, menos mal). Chequeo el correo electrónico y encuentro un e-mail de un viejo amigo, anunciándome que acaba de mudarse de Los Ángeles a Colorado, porque los de su secta ya se comunicaron con los extraterrestres, y es seguro que el fin del mundo comience por San Francisco, posiblemente mañana.

Decido acostarme a dormir, y para terminar el día, busco refugio en una lectura edificante. Abro la Biblia, sólo para cerciorarme, de muy buena fuente, acerca de lo que sucederá mañana, o cuando sea. Y entre “Dios dijo: “Hágase la luz”, del Génesis, y “el sol se puso tan negro como vestido de luto, la luna toda se volvió como sangre, y las estrellas del cielo cayeron a la tierra… El cielo se replegó como un pergamino que se enrolla, y no hubo cordillera o continente que no fuera arrancado de su lugar…”, del Apocalipsis, casi me caigo muerto.

Qué vaina. ¿Qué clase de futuro le espera a este caballero? Tres días de oscuridad. Y lo que viene es tan grande que ni los televisores van a funcionar. ¡Mamá! ¿Por qué la Nasa oculta que existe vida en el planeta Marte? ¡Pero sobre todo, mi hijo, consíguete dos o tres cajas de velas! Un viejo satélite ruso se acerca vertiginosamente a la Tierra. ¿Qué significa eso?, pregunto por curiosidad. Un eclipse, el último del milenio. Tan negra como vestido de luto. ¡Arrepiéntase que Cristo viene! Y no hubo cordillera o continente que no fuera arrancado de su lugar. ¡Ni los televisores van a funcionar! ¡Ni los televisores van a funcionar! ¡Ni los televisores van a funcionar! Concéntrese, profesor. Estoy concentrado. El Anticristo: ¿ya está entre nosotros? Y es seguro que el fin del mundo comience por San Francisco. Nostradamus nunca se ha equivocado. ¿Tres días de oscuridad? ¡Qué vaina! Casi me caigo muerto. Como un pergamino que se enrolla. ¿Qué clase de futuro le espera a este caballero? La inminente llegada del fin. ¡Mamá! ¡Mamá! Existe vida en el planeta Marte, menos mal… “pero que sean velas benditas, porque si no, no prenden”. Se acerca una tercera guerra. Que compre mucho conflé. Y es posible que hasta se acabe el mundo. ¡Arrepiéntase! “La inminente llegada del fin”. Si, si, mañana, mañana. Las estrellas del cielo cayeron. ¿Qué significa eso?, pregunto. ¡Que compre mucho conflé! Pierre Cardín, por favor, comunícate con los extraterrestres. ¡Mama!, la luna toda se volvió como sangre. ¡Estoy concentrado! ¡Y ni los televisores van a funcionar! Y es posible que hasta se acabe el mundo. ¿Qué clase de futuro le espera a este caballero? Tan negro como vestido de luto. ¡Incierto!... ¡Incierto!... ¡Incierto!... Nostradamus nunca se equivoca. Y ni los televisores van a funcionar. Arrepiéntase. ¡Arrepiéntase, le ordeno! Si, mañana, mañana, si, mañana, mañana, mañana… ¡Mamá! ¡Mamá!, el sol se puso tan negro como vestido de luto, y Dios simplemente dijo hágase la luz.

© Aurora Arias
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mediaIslaproSÁBADO 046 23 de febrero 2008.-

Saturday, January 26, 2008

proSÁBADO 048




Tus triunfos, pobres triunfos pasajeros
(Mano a mano, tango)

NO RECUERDO POR QUÉ mi hijo me reprochó en cierta ocasión:

—A vos, todo te sale bien.

El muchacho vivía en casa con su mujer y cuatro niños, el mayor de once años, la menor, Margarita, de dos. Porque las palabras aquellas traslucían resentimiento, quedé preocupado. De vez en cuando conversaba del asunto con mi nuera. Le decía:

—No me negarás que en todo triunfo hay algo repelente.

—El triunfo es el resultado natural de un trabajo bien hecho –contestaba.

—Siempre lleva mezclada alguna vanidad, alguna vulgaridad.

—No el triunfo –me interrumpía- sino el deseo de triunfar. Condenar el triunfo me parece un exceso de romanticismo, conveniente sin duda para los chambones.

A pesar de su inteligencia, mi nuera no lograba convencerme. En busca de culpas examiné retrospectivamente mi vida, que ha transcurrido entre libros de química y en un laboratorio de productos farmacéuticos. Mis triunfos, los hubo, son quizá auténticos, pero no espectaculares. En lo que podría llamarse mi carrera de honores, he llegado a jefe de laboratorio. Tengo casa propia y un buen pasar. Es verdad que algunas fórmulas mías originaron bálsamos, pomadas y tinturas que exhiben los anaqueles de todas las farmacias de nuestro vasto país y que según afirman por ahí alivia a no pocos enfermos. Yo me he permitido dudar, porque la relación entre el específico y la enfermedad me parece bastante misteriosa. Sin embargo, cuando entreví la fórmula de mi tónico Hierro Plus, tuve la ansiedad y la certeza del triunfo y empecé a botaratear jactanciosamente, a decir que en farmacopea y en medicina, óiganme bien, como lo atestiguan las páginas de “Caras y Caretas”, la gente consumía infinidad de tónicos y reconstituyentes, hasta que un día llegaron las vitaminas y barrieron con ellos, como si fueran embelecos. El resultado está a la vista. Se desacreditaron las vitaminas, lo que era inevitable, y en vano el mundo recurre hoy a la farmacia para mitigar su debilidad y su cansancio.

Cuesta creerlo, pero mi nuera se preocupaba por la inapetencia de su hija menor. En efecto, la pobre Margarita, de pelo dorado y ojos azules, lánguida, pálida, juiciosa, parecía una estampa del siglo XIX, la típica niña que según una tradición o superstición está destinada a reunirse muy temprano con los ángeles.

Mi nunca negada habilidad de cocinero de remedios, acuciada por el ansia de ver restablecida a la nieta, funcionó rápidamente e inventé el tónico ya mencionado. Su eficacia es prodigiosa. Cuatro cucharadas diarias bastaron para transformar, en pocas semanas, a Margarita, que ahora reboza de buen color, ha crecido, se ha ensanchado y manifiesta una voracidad satisfactoria, casi diría inquietante. Con determinación y firmeza busca la comida y, si alguien se la niega, arremete con enojo. Hoy por la mañana, a la hora del desayuno, en el comedor de diario, me esperaba un espectáculo que no olvidaré así nomás. En el centro de la mesa estaba sentada la niña, con una medialuna en cada mano. Creí notar en sus mejillas de muñeca rubia una coloración demasiado roja. Estaba embadurnada de dulce y de sangre. Los restos de la familia reposaban unos contra otros con las cabezas juntas, en un rincón del cuarto. Mi hijo, todavía con vida, encontró fuerzas para pronunciar sus últimas palabras.

—Margarita no tiene la culpa.

Las dijo en ese tono de reproche que habitualmente empleaba conmigo.

Margarita o el poder de la farmacopea Adolfo Bioy Casares
[Argentina, 1914-1999]
http://www.lamaquinadeltiempo.com/Bioy/Cronobioy.htm
http://www.tyhturismo.com/data/destinos/argentina/literatura/escritores/Bioy/Paulina.html
http://www.tyhturismo.com/data/destinos/argentina/literatura/escritores/Bioy/Noumeno.html
http://www.tyhturismo.com/data/destinos/argentina/literatura/escritores/Bioy/En_viaje.html
http://www.tyhturismo.com/data/destinos/argentina/literatura/escritores/Bioy/viejitos.html
http://www.tyhturismo.com/data/destinos/argentina/literatura/escritores/Bioy/Bioy_reportaje.html
http://www.tyhturismo.com/data/destinos/argentina/literatura/escritores/Bioy/Bustos_Domecq.html
http://www.tyhturismo.com/data/destinos/argentina/literatura/escritores/Bioy/Bioy_Italia.html
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/bioy/abc.htm
http://www.lamaquinadeltiempo.com/Bioy/cuebioy.htm
http://www.lamaquinadeltiempo.com/Bioy/Repobioy.htm
http://www.lamaquinadeltiempo.com/Bioy/debioy.htm
http://www.epdlp.com/escritor.php?id=1471
http://www.geocities.com/athens/agora/9812/bioy2.html
http://www4.loscuentos.net/cuentos/other/7/15/
http://sololiteratura.com/arlt/arlteldiario.htm
http://www.youtube.com/watch?v=QmylvasfPXk&feature=related
http://www.youtube.com/watch?v=OnWB__n-SwM&feature=related
http://www.youtube.com/watch?v=fzt0s1Weie4&feature=related
http://es.geocities.com/cuentohispano/bioy/bioy.html

Contenido

Alejandro Drewes Habitación y espejo
Pablo Martínez Confusión
Nemías Meléndez Revuelta
Helga Vega Canto macho de ballena
Osiris Vallejo Vista infinita desde una ventana

Habitación y espejo

La noche vino (el riel, límite tras límite)
y el viento sobre el llano: el olor de los almiares
(...)
y el rocío de la luna,
el olor huidizo
y tu paisaje temblando a lo lejos
como un corzo en la oscuridad
(dejando sólo el riel, límite tras límite)
Östen Sjöstrand: Paisaje del llano/Slättlandskap

Una noche como puente -¿hacia dónde?-, y una habitación invadida por las huidizas sombras de la noche.

El ojo de la cámara en su desplazarse moroso que apenas logra darnos nada más que un gran espejo de pie, junto a la cómoda. Dentro de la luna, nada. Ni fuera otra cosa que tiemble, como esas mismas aguas tiemblan.

Muy tenues pasos -¿dónde?- apenas quebrando la solemnidad del instante, el crepitar de su incendio suave.

Una noche como puente a tantas otras largas noches, breves noches, azules, rojas, blancas.

Alza apenas tu única voz, y luego tan sólo espera quieta, muy quieta. Ella, o al menos su Sombra en la tierra, vendrá. Tú sin preguntas, sabes qué vendrá, cuándo.

Gota de agua que tiembla y pende todavía de la afilada cornisa del íntimo instante. Agua y fuego, raro placer de las horas que pasan, y de pronto no sabes, y es noche en el mundo, y en esta cúbica miniatura del mundo.

Alguien que grita o ha gritado, un gemido tal vez. Diluida corriente de una voz en el espacio, oh tan lejos.

Como saber el lugar preciso que cobija, la manera especial en que la última luz abandona el Recinto y cada mueble, y recoge cada detalle: la oscura alfombra color de mar en calma; un fragmento del lecho vacío y el contorno en el vano de una puerta cerrada.

Una noche -y esta misma noche- como un barco lentamente derivando, lentamente bajo las estrellas. Oh tú, alto mar de la noche: tus signos, tus Itacas, todos los mundos en la esfera perfecta.

Pente-pente-deca, armónica medida de unas manos que prueban a medir el universo.

Rutas que ignoro, voces que no escucho, tiempo que ya no habitarán mis gestos.

Camino en la cuenta larga de los días que conducen hacia ese puente preciso, en temor de la vida, Biblioteca de Patmos, presente temblor de algo inaudito escondido, acechante en esta profunda y tensa calma.

Algo que de pronto, a mis espaldas, estalle.

© Alejandro Drewes

Confusión

A mí no me gustaban los hombres. Si por algo yo era enfermo era con las mujeres. Pero cómo iba a saberlo. Cuando entré a la discoteca y vi a ese mujerón sentado en el mostrador, no tuve más remedio que írmele a la muela. Qué boca tenía la maldita, unos labios carnosos como me gustaban y un cuerpazo de matamacho que había que ver; es que estaba para comérsela. Yo no me di cuenta de nada. Cuando me la llevé me la fui tragando por todo el camino hasta la habitación. Yo sé que la bebida hizo una parte, pero ella hizo el resto. Cuando me le tiré arriba en la cama y le sentí el bulto, fue que caí en cuenta; una mujer no podía tener eso tan grande. Sólo le metí tres puñaladas y me fui del sitio. Es que a mi no me gustaban los hombres.

Al otro día me agarraron preso porque el tipo se murió. De veinte años que me echaron lo bajaron a diez. ¿Qué cómo llegué a esto? No lo sé, pero fue despacito. Después de siete años en la Victoria, uno se degenera y la costumbre hace ley. El primero fue Manuel, ese ya está enterrado; al segundo lo soltaron y está interno; y a este que tengo ahora ya le falta poco para morirse. A mí no sé cuándo me tocará; dicen que soy cero positivo. Estoy terriblemente arrepentido de aquel hecho. Más ahora con este sentimiento, que no puedo arrancarme. Si usted lo hubiera visto me entendería. Yo lo maté, nunca me lo voy a perdonar; me llevo mi culpa a la tumba. Perdóneme padre, pero si usted hubiera visto lo bueno que estaba ese hombre.

El confesionario quedó solo. El sacerdote alcanzó a ver la figura de una extraña mujer saliendo de la capilla, un policía la esperaba en la puerta.

©Pablo MartÍnez

Revuelta

En la vieja mecedora de guano, ella tarareaba una canción tradicional. Mientras bordaba uno más de sus suéteres, que apilaba en un rincón del closet, en colores y tamaños adecuados para los "suyos", los dedos entre puntada y puntada, recorrían las cuentas del viejo y gastado rosario malva. Él, de cuando en cuando, por encima del diario, la miraba distraído a través de los cristales bifocales. Ayudaban a centrar el objeto y definirlo. Importaba poco, costumbre de las tardes, pasado el café y una que otra conversación insulsa. No eran viejos, tampoco jóvenes, vivían el limbo que precede la conciencia de los años.

Evitaba pensar, no quería, sin embargo volvían los recuerdos en un flujo-reflujo recurrente. Cincuenta años correteando el día a día y la desazón engordando imparable, como gestación no deseada. Ya, ni hablar era bueno, callaba y consentía. Un día amaneció gris plomo y cansado, celebró un funeral mental y sin ritos ni aspavientos, sepultó la idea de levantar un puente de avenencias. Fue mal ingeniero, no encontró cálculos, ni formulas adecuadas; peor aun, intentos anteriores se estrellaron contra el pétreo muro tradicional e inoculado hasta la médula, por milenios de educación conservadora, la pesada joroba de un patrimonio generacional aberrante, que se extendía mas allá del razonamiento. ¿Cómo sobrevivir el diario discurrir, sin convertirse en navajas cortantes, asesinas de posiciones y convicciones? Él explosivo, pero racional, inclinado a desmenuzar las causas y a prever los efectos. Ella displicente y caprichosa, orientada a zanjar las discusiones con el filo gélido de un ¡Ya! o un silencio de días como la ausencia.

Así iba la vida, colmada de contradicciones. Ahora florecía, prometía un vacuo aliciente para seguir en el tiovivo. Los motivos primarios, aquellos que germinaron del envión inicial. Ya adultos, ajaban sus propios ropajes, desesperaban a sus otros, integrándose a lo ya recorrido. El universo mutuo se llenaba de una fábula, que respondía al nombre genérico de matrimonio. Y ella era feliz. Casada, con hijos, una familia. Sin penurias, ahora, podía dedicarle su tiempo. Pensar en los nietos y revivir en ellos. En su hermético mundo no cabían otras cosas. Si algo pretendía descarrilar el tren cotidiano. Lo demolía. Contribuyó al machismo del hijo, preparándolo para que ninguna hija de "sabe dios quien", lo cogiera de pendejo. Sin embargo, le acusaba. Y él, era el resultado de otra madre con los mismos desvelos. Viciosa paradoja circular. Lloró a lagrimas solas su tragicomedia. La herida suturó muda entre pecho y espalda. Porque el dolor de ella, le apenaba, oprimía el pecho y la conciencia. ¿Cómo podrían entenderse, fijar las prioridades y desembocar en un consenso que permitiera alcanzar el fin de los días asignados?

Tomó el abrigo –afuera la llovizna obscena y lujuriosa, fornicaba los cuerpos a su alcance y al resto de tarde que languidecía entre migajas de luz solar que se apagaba en el lejano horizonte, como moneda roja- decidido a no trillar más el eterno y condenado círculo absurdo.

—Abrígate, cúbrete la cabeza, hace frío y llovizna, podrías resfriarte.

Milimétricamente eficiente, atenta al mínimo detalle. Apenas movió la cabeza como asintiendo. No le gustaba, es más; nunca le gustó que le dijera que, como, cuando y por qué. Se fue sin razonar si era lo justo después de tantos años. Y por primera vez, el adictivo y venenoso sabor del egoísmo puro y sin remordimientos, recorrió las papilas gustativas de su raciocinio. En lo recóndito de ese mismo raciocinio, sabía que la amaba, que no se extirpa un sentimiento, no hay escalpelo para lo entrañable, pero era otro amor; talvez mero hábito, como comer, respirar, defecar o morirse. Ya no tenía fe, la perdió en el camino. Quedarse significaba, la ruina total. Acabarían dañándose, porque fueron "felices" de alguna forma; con mudos tragos amargos por la coexistencia, la armonía; los hijos, razones diversas para esgrimir, pero razones. No huía. Anhelaba sentir que no era una cosa, un mueble o una rutina sana. Pretendía, tener conciencia de existencia, un algo más que "mi marido". Salía vacío y ajado, lo puesto y un poco de dinero en los bolsillos. La jaula de los párpados parió una lágrima, quizás no era tan duro después de todo. Había dolido la soledad, no por ella misma; sino por el tiempo envolvente y despiadado. La libertad, ¡coño!, pero no así: arrugado, cansado, torpe y solo. Todo quedaba atrás como un paquete, como un lastre pesado. Volvía a la incertidumbre, al no saber. Pero mejor que la nada abandonada, y a medida que se alejaba a grandes zancadas. Desconocer el devenir le seducía.

© Nemías Meléndez

Canto macho de ballena

No pretendo ser quien no soy, se interpone el mar entre nosotros. Comprendo cada uno de sus argumentos (casi todos); es el macho en la cama y en la vida. Lo que no puedo compartir es su proceder violento-no-violento, distante, tosco, a destiempo y contratiempo, cada vez que anclamos en la isla. Cimarrón, guabina y carpintero, dispone todo a su antojo; lucha contra mi terquedad asquerosamente heredada. Lo siento agitado, entra, sale, viene y se va, atiende tres asuntos a la vez, en su cabeza repasa mil veces la agenda del día y de los próximos, escribe en rojo cruzaíto, tacha y retacha con su amarillo preferido. Se siente maltratado por el tráfico, la gente, la ciudad excavada y ahora vengo yo a trastocarle su media rutina apenas lograda. Soy amante de su boca, que es la puerta. Nada me seduce más que su elaborado canto, pleno de trucos y burbujas, y mirarnos cuando entra en mí. Cada día que pasa pierdo más la cordura. La costa sur nos calmó, supimos llevar el compás a tiempo de pueblo y provincia, pero un polo elevado y desolado nos movió el alma y la desazón, fuimos dos desconfigurados. Volvieron sus ojeras, su despertar madrugador, nervioso y el celular que lo agita sin pizca de susto cuando vibra. Pronto la montaña le impondrá su letargo y esta vez no insistiré en subir a pie, será en su bolsillo. Algún día me llevará donde todo comenzó.

© Helga Vega

Vista infinita desde una ventana

Todos los días, a las dos en punto de la tarde, se lanza alguien al vacío desde la azotea del edificio de enfrente. La primera vez que lo contemplé fue tal mi asombro que empezó a fallarme la respiración. Me costó gran esfuerzo caminar hasta el teléfono y llamar a la línea de emergencias.

—Corran o será demasiado tarde. Alguien se lanzó de un quinto piso, aún se mueve en tierra. Por favor, vengan.

—Pero…aah…¿por qué se halla usted tan agitado?

—¡Cómo! ¿Le parece poco?

—No se exalte tanto por algo que pasa a diario. Enviaremos a alguien dentro de unas horas para que recoja el cadáver.

—Pero…

—Hasta luego –articuló la voz en forma concluyente, antes de colgar precipitadamente el teléfono.

Me acerqué nuevamente a la ventana. La gente cruzaba indiferente. Nadie se detuvo. Nadie. Cuando llegaron mis tíos les conté lo sucedido. Se rieron a carcajadas. Me dijeron que aquello era un ritual cotidiano. Después se fueron a dormir la siesta. Yo, que había llegado del Sur el día anterior, no entendía nada; y no entender es terrible.

Ahora, diez años más tarde, al contemplar sin asombro el acto infinito, entiendo; cada vez más, entiendo…y eso es más que terrible.

© Osiris Vallejo
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mediaIslaproSÁBADO 046 26 de enero 2008.-